Los caprichos del tiempo

No era destino, fue constancia. Horas de trabajo, días completos hombro a hombro. Ninguna obra de dios. Nuestras estrellas no se cruzaron, fueron nuestros ojos y la necesidad de conocernos. Creamos armonía y compañerismo, nos reímos entre cervezas y confiamos nuestros secretos mientras todos dormían. Fueron meses largos, encontrarnos cansados y dormidos en sillones incómodos. 

Conocí más bajo reflectores, escuché tus carcajadas junto a otras mil personas y me fasciné con la facilidad que tuviste de enganchar a la audiencia alrededor de tu meñique. Caí enamorado de tu extravagancia, de la manera tan sencilla en la que lograste sobresalir de todos nosotros. La locura pintada en el azul de tus ojos fascinó al niño introvertido que en el fondo siempre tuve; cada detalle que fui coleccionando y prendando en mí como pequeñas insignias, cada historia y herida, cada lunar y pedazo de ti que conquisté.

No te conocí en dos días ni en dos años. No me enamoré después de conocer tu amor por la comida ni la razón que había detrás. Fue más, contigo siempre fue más. Respiré tu luz y floté en el universo del que viniste, conocí los rincones favoritos del mundo a los que me llevaste, y comí cada pedazo de paz que me ofreciste. No fue cosa de destino, fueron el tiempo y sus caprichos. De haber sido nuestras estrellas las cruzadas, sé que andaríamos en alguna burbuja por ahí, besándonos el espíritu e inventando palabras... Pero no fuimos historia de dios. Fueron nuestras horas juntos, los días, los meses; los años. No estábamos destinados, pero me pregunto, de haberlo estado ¿habría cabido más amor en mi pecho?

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